
-Digo, así -dijo Sancho-, que estando, como he dicho, los dos para sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciéndole: «Sentaos, majagranzas; que adonde quiera que yo me siente será vuestra cabecera.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo que no ha sido aquí traído fuera de propósito.
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